Viaje a ninguna parte.
La sentencia del TC sobre el Estatuto de Catalunya en el recurso interpuesto a instancias del PP pone fin a una aventura que ha acaparado durante muchos años la atención de la vida política en Catalunya y en el resto de España. El severo varapalo que anunciamos al conocerse el fallo hace un par de semanas es de mucha mayor envergadura de lo que en aquel momento podía suponerse.
Todo empezó cuando los socialistas catalanes, dirigidos por Pasqual Maragall, decidieron intentar atraerse a ERC con el fin de alcanzar una pacto en un futuro gobierno de la Generalitat y así desalojar del poder a CiU. Esto sucedía en febrero del año 2000: para una legítima finalidad partidista se utilizaba el Estatut, un instrumento que, por su naturaleza, debe estar siempre por encima de la lucha política diaria.
Lo que en aquellos momentos se planteó como una reforma parcial acabó en una reforma total, en un nuevo Estatut que, desde el principio, ya se vio que, entre otros notorios defectos, tenía serias dificultades de encaje constitucional. Con la sentencia hecha pública en su totalidad el pasado 9 de julio acaba un período de incertidumbre sobre el porvenir del modelo de Estado autonómico y de la subsistencia misma de la Constitución como norma suprema.
Todavía faltan por aprobar las sentencias correspondientes de los otros seis procedimientos de inconstitucionalidad, el del Defensor del Pueblo y el de cinco comunidades autónomas. El recurso del Defensor era muy similar, en cuanto al número de preceptos impugnados, al del PP que ya se ha sustanciado; los de las comunidades versaban sobre cuestiones muy puntuales en materias que afectaban a sus competencias. Creo que ninguna de estas sentencias aportará grandes novedades a lo ya conocido.
Cabe felicitar, en primer lugar, a quiénes han interpuesto estos recursos. Gracias a ellos, y naturalmente a la labor del Tribunal, se ha logrado mantener la Constitución en su integridad y no debe olvidarse que una constitución democrática es siempre la pieza angular de la convivencia en un país. Si no se hubieran activado estos recursos, y los preceptos inconstitucionales hubieran seguido vigentes, el ordenamiento habría entrado en una deriva de gran inseguridad jurídica en la que el imperio de la arbitrariedad iría deteriorando progresivamente la libertad individual y la vida social.
En una sociedad democrática, el derecho es siempre la gran arma de los débiles frente a los poderosos, es aquel instrumento, como decía Rousseau, que nos convierte a todos en iguales ante la ley. Como sucede con cualquier rama del conocimiento, tras un lenguaje técnico y muchas veces incomprensible para los legos en la materia, el derecho asegura que, dado que no se pueden impedir ciertas desigualdades entre las personas, por lo menos todos seamos iguales en el ámbito de las libertades públicas, tanto frente a los poderes políticos como, en aquello que sea posible, también frente a los privados. La labor de los tribunales en la garantía de estos derechos resulta decisiva aunque a veces estos ciudadanos no alcancen a ver con claridad la trascendencia de sus resoluciones, así como tampoco las personas alcanzamos a entender cabalmente los diagnósticos y tratamientos médicos aunque confiemos en ellos.
Se hace difícil, si no imposible, una valoración en profundidad de una sentencia tan extensa, tan compleja y de publicación tan inmediata. Sin embargo, tras una primera y apresurada lectura de sus fundamentos jurídicos, se desprende con facilidad que, como decíamos al principio, el varapalo que anunciábamos hace un par de semanas es mucho mayor de lo que podía presuponerse. Efectivamente, en el fallo se declaran 14 preceptos nulos y 27 conformes a la Constitución sólo en el caso que sean interpretados de acuerdo con el significado que les da el Tribunal en la sentencia. Pues bien, en muchos de estos últimos supuestos el significado que les atribuye el Tribunal es frontalmente contrario al que pretendían los autores del Estatut y, por tanto, de hecho, equivalen a otras tantas nulidades.
Pero hay más. La interpretación que el Tribunal hace de otros preceptos no recogidos en el fallo también vacía de contenido su significado primigenio y, por consiguiente, quedan tan desvirtuados como aquellos. Sin arriesgarme a precisar con exactitud, en total pueden ser tachados de inconstitucionalidad, total o parcial, entre ochenta y cien preceptos. Por tanto, es tal la magnitud de lo declarado inconstitucional bajo una u otra forma que más que de un severo varapalo se trata de una desnaturalización en toda regla del Estatut aprobado en el 2006.
En realidad, tras la sentencia, lo que queda válido y vigente no es en sustancia muy distinto de aquello que ya regulaba el buen Estatut de 1979 que nunca debió intentarse reformar. Así pues, una operación fallida tras diez años perdidos que han ocasionado desgastes institucionales graves, tensiones en la sociedad y fuerte deterioro de la confianza en los políticos. Debido todo ello a una aventura irresponsable instrumentada a través unas inconsistentes técnicas jurídicas. En definitiva, un viaje a ninguna parte.
Francesc de Carreras
(La Vanguardia, 15-VII-2010)